IV.—Sin Origen
Baix Fluvià (Girona) - Noviembre 2008 |
El Dao es vacío,
pero nunca se puede rellenar.
Es un pozo sin fondo,
tan profundo como el origen de todas las cosas.
Redondea los ángulos, deshace nudos, suaviza el resplandor
y devuelve todas las cosas a su sitio.
Dentro de la profundidad
parece existir o ¿no existe?
No sé de quién es hijo;
es la imagen de lo que hubo antes del primer antepasado.
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Éste es el primer texto en que aparece el concepto de vacío en el Tao. Recordemos que, como se ha dicho anteriormente, la filosofía oriental parte de este estado, el de vacío. Lao Tsé nos explica que es un vacío que no se puede rellenar como si se tratara del vacío de una jarra. Es un vacío infinito, y lo compara con la imagen del pozo sin fondo. Si quisiéramos bajarnos a él, nunca llegaríamos a ningún sitio. Es por esto que el Tao es tan profundo e infinito que es el origen de todo y, por lo tanto, no podemos llegar al mecanismo que ha “fabricado” todo aquello que conocemos.
Los ángulos rectos son peligrosos en la vida, nos pueden hacer daño. Son un extremo de fuerza demasiado elevada con la que el Tao no puede convivir, por eso los redondea, para que su tacto para con nosotros sea suave, deslizante, no peligroso. El hecho de pulir los ángulos rectos y convertirlos en curvas es un símil a la vida. La creación, para el Tao, no es la recta occidental de inicio – medio – final sinó una curvatura, una esfera, un círculo donde el inicio y el fin se dan la mano diluyéndose en uno sus confines. Es el punto minúsculo que da inicio a todas las cosas.
En la creación, no hay nudos, el Tao los ha deshecho. Cada objeto tiene su sitio y su sentido. La creación opta por las cosas fáciles, económicas, sencillas a simple vista. El resplandor nos puede cegar. Un haz de luz muy brillante nos puede quemar la retina. Es por esto que el Tao suaviza el resplandor, porque tiene que conllevar un equilibrio para no dañar el entorno. No tiene formas, pero es todas las formas.
Una vez más se nos ofrecen los contrarios en armonía que ya encontrábamos en el primer poema al que el lector puede remitirse: la existencia vs. no-existencia que hay en la profundidad de toda cosa creada. Todo aquello que existe en la naturaleza, tiene su no-existencia en el cielo y viceversa, en la creación. Es el nexo de unión entre Tierra y Cielo. Es donde el viaje de los seres vivientes debe de encaminarse: hacia la profundidad, hacia la unión de existencia con no-existencia.
El Tao es anterior a todo. El Tao es el todo y la nada. No podemos designarle una situación, no podemos apuntarlo con el dedo y categorizarlo. No podemos concretizarlo. El Todo no tiene características para definirse a él mismo. Si lo pudiéramos identificar y definir, perdemos su esencia, perdemos su “identidad”.
MEDITACIÓN à Para leer el mundo tal cuál es, y explicarlo, necesitamos de las palabras. El Tao no se puede explicar con palabras, o dibujos, o símbolos. El Tao es una experiencia. Y cuando entramos en discursos sobre cómo es el mundo, cómo son las cosas que nos acaecen, entramos en estados de obsesión y, a menudo, sobreinterpretamos la “realidad”. Nos alejamos, pues, de la experiencia, del Tao.
Desgraciadamente, los humanos, cuando pensamos, lo hacemos en términos de identidad y semejanza. Primero identificamos un hecho, un problema o una persona y, por un símil con otros hechos que nos han pasado o que nos han contado, caemos en esta semejanza. Esta semejanza es la que nos aparta nuestra mirada de la esencia de las cosas. Así, al sobreinterpretar, es cuando caemos en los errores de categorización de bueno o malo, positivo o negativo, etc., y, consecuentemente, a la obsesión (evidentemente, en el mundo científico, hace falta un poco de “obsesión” para ir a buscar indicios, pero aquí no estamos hablando de ciencia, sinó de espiritualidad). Cuando interpretamos y sobreinterpretamos NUESTRO mundo, lo hacemos con NUESTRAS palabras, siempre limitadas a nuestros conocimientos; a NUESTRA experiencia, siempre limitada por los años que hemos vivido y por lo poco o mucho que nos hayamos movido y relacionado; a NUESTRA inteligencia emocional, limitada por los valores emocionales transmitidos por nuestros padres los primeros años de vida; a NUESTRO sexo, limitado a varón o hembra; a NUESTRO entorno; a NUESTRO…. Demasiadas limitaciones para ir a buscar la esencia del hecho en sí.
El problema de la sobreinterpretación es que nos puede hacer enfermar. Si partimos de la idea de que vivimos en una sociedad competitiva en que el “triunfar” es primordial y en que “ser algo” es importantísimo, veremos el mundo desde el podio de ser “el primero” y no tocaremos con los pies en el suelo. Y esto nos aleja de la esencia. Ver el mundo a sabiendas que pertenecemos a él y que somos una prolongación más de él, es la manera de ser humildes y entender los ángulos redondeados de la vida, el desenredo de los nudos y la suavidad del resplandor.
Cuando, por ejemplo, un grupo de montañeros, después de días de sudores, esfuerzos, malos ratos, ilusiones en la mochila y esperanzas en un background patriótico o pseudopatriótico, llegan a la cima del Everest, es ya un tópico decir “Hemos conquerido el Everest”. Esta es la sobreinterpretación de la experiencia y el hecho de ascender una montaña hasta su cumbre, sean cien metros, sean siete mil. La esencia del hecho es que “la montaña les ha permitido subir a ella” y, por ello, debemos dar las gracias a la naturaleza de haber puesto un camino asequible para llegar a la cima. Al fin y al cabo, nosotros mismos somos una prolongación más de esta montaña. Y este año 2010 que es año Xacobeo, me pregunto cuántos pelegrinos hay en el Camino de Santiago que estén viviendo la esencia de esta marcha o, de manera ficticia, llevar a cabo un objetivo con su sobreinterpretación.
De la misma manera ocurre con los sentimientos. Si los sobreinterpretamos, podemos caer en la obsesión. Regalar flores, por ejemplo, a una persona amiga es un acto humano agradable, de amistad, de gratitud, de armonía, de satisfacción, porque sabemos que a la otra persona le gustan las flores y que no es alérgica a ellas, porque puede ser un regalo de cumpleaños, o por el nacimiento de un hijo, o para llevar a un cementerio. Dependerá del momento en que este ramo de flores tenga un significado u otro. La sobreinterpretación del hecho sería que cayéramos en el error de que “regalar un ramo de flores” sea sinónimo de amor entendido como pasión, nada más que pasión. Ahí es cuando caemos en lo enfermizo de dar significados con las palabras a los objetos y hechos que nos rodean. Ahí hemos perdido todo contacto con la esencia, con lo profundo, aquello que no tiene ni fondo, aquello que es anterior a nuestros antepasados.
La lástima, sin embargo, es que hoy en día, el hecho de regalar algo a alguien de una manera inesperada, sin ser ningún aniversario o sin haber motivo suficiente de hacerlo –en el sentido tópico establecido por las “leyes” sociales de nuestra cultura-, caemos, inevitablemente, en la sobreinterpretación. Cuando traducimos este hecho en discursos como “¿será que me ama?”, “¿será que busca algo de mi?”, “¿qué quiere en realidad?”, “¿qué tengo que dar a cambio?”, estamos sobreinterpretando, etiquetando, clasificando y categorizando un hecho tan inocente como regalar algo a alguien, sin más. En este caso es cuando debemos de entrar en el momento de vacío del Tao. Si realmente dejamos fluir –y fluir no significa realizar, puesto que actualmente esta palabra se usa mucho como sinónimo de actuar, realizar, hacer-, viviríamos este hecho como cuando estamos mirando una aurora, como cuando estamos caminando por la naturaleza bajo la lluvia en verano mientras sentimos el frescor que cae del cielo y nos refresca la cabeza y los hombros y el calor de la tierra quemada del sol durante todo el día nos calienta las piernas. Ahí, cuando nos dejamos seducir y llevar por las sensaciones que nos brinda la naturaleza, es cuando dejamos fluir a todo nuestro ser. Es cuando nos convertimos en una prolongación real del Todo. De la misma manera tendríamos que hacer con los sentimientos. Cuando algo ocurre, sea positivo o negativo –esto ya depende de la mirada de cada uno-, debemos dejar fluir estos sentimientos de manera que no categoricemos y clasifiquemos los hechos para no llegar a la sobreinterpretación y consiguiente obsesión. Al fin y al cabo, la obsesión cierra los canales de comunicación, nos ensucia, nos anuda, nos convierte en ángulos rectos, en resplandores demasiado violentos. Cuando dejamos fluir es cuando vamos situando las cosas en su sitio, sin más, sin darles ninguna connotación. Esto es algo semejante al Tao.
“…En cuanto el mecanismo de la analogía se pone en marcha, no hay garantía de que se detenga. La imagen, el concepto, la verdad, que se descubren bajo el velo de la semejanza se verán a su vez como un signo de otro desplazamiento analógico. Cada vez que uno crea haber descubierto una semejanza, ésta señalará hacia otra en una progresión interminable. En un universo dominado por la lógica de la semejanza (y la simpatía cósmica), el intérprete tiene el derecho y el deber de sospechar que lo considerado como significado de un signo es en realidad signo de un significado adicional. … // … Si dos cosas son semejantes, una puede convertirse en signo de la otra y viceversa.” (Eco, Umberto, Interpretación y sobreinterpretación, Oxford University Press, 1997)
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